domingo, 24 de febrero de 2013

Ojalá

¿Acaso no se antoja el dulce sabor de la miel?
Conocí a un quelonio del tamaño de mis manos que no sabía a dónde ir y mucho menos el por qué de su estadía. De los dos quizá yo era el más perdido. 
Decidió seguirme pues el camino era oscuro y, del mismo modo, yo sentía un gran alivio oculto. 
De un largo camino llegamos a la costa; un cielo diferente y un mar con aroma dulce. Con el miedo en los pies, creo que fui el primero en entrar. El mar era suave y delicioso, estaba disfrutando la noche de estrellas perpetuas. La tortuga sanó en otras aguas; ligeras, apacibles – no tan hermosas como aquél mar de miel–. Crecimos cada quien a su modo, descubrí a dónde iba y el pequeño ya no era pequeño; sabía nadar y caminar por tierra, así como el por qué de sus preguntas. 
Un error y le pisé su sonrisa –Sigo pensando en mi inmadurez–. Corrí hasta llegar a un bosque oscuro pensando en como enmendar mi falta. Regresé, sin embargo la dejé muda. Volamos un papalote morado, el reptil observaba la libertad del viento y la fluidez del color. 
El sol descansaba cuando mi corazón fue perforado por el pico de un cuervo. Quedé sobre la tierra herido a muerte. El pequeño sin saber que hacer se quedó a mi lado y, un día mucho más tarde, me levanté dejando como rastro un hilo de sangre. Cojeaba a do yo fuera. Llegamos a la cima de una montaña, no había algún otro camino. La caída estaba llena de sombras, yo tenía miedo de otra herida, sabía que otro disparo terminaría con mi vida. Ojalá hubiera aprendido a volar como ella. Desató sus aletas y comenzó a volar por el horizonte, jamás volteó a verme. Casi como el primer golpe sentí el segundo. Antes de caer al miedo del abismo mi cuerpo quedó muerto. 
El máximo innovador abrazó mis dos disparos; caminé y nadé de un modo diferente. La paz del la aurora fue visible para mis ojos cansados, tomé un respiro y comencé a volar. Cuando llegué ya no había mar, se había secado para siempre. 
Yo también fui tortuga.

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